LA RELACIÓN EDUCATIVA
Como bien sabes, no sólo transmitimos a través de lo que decimos, sino también a través de cómo lo decimos. En este sentido, no es lo mismo hablar sobre la paz que practicar la paz en el seno de la relación educativa.
Como toda relación, la que se da entre docente y alumnado suele conllevar discrepancias, intereses encontrados y conflictos. Esta es además una relación en la que hay disparidad, ya que la o el docente generalmente tiene más edad y sabe más sobre determinada materia. Asimismo, la maestra o el maestro tiene la potestad de aprobar o suspender, lo que le da poder sobre su alumnado, ya que éste depende de quien le enseña para poder seguir con sus estudios.
Son muchas las maneras en las que una profesora o un profesor pueden situarse ante este conjunto de circunstancias y de entrar en relación con su alumnado. Estas son algunas posibilidades:
- Un profesor de historia entra a un aula, dice buenos días y se pasa el resto de la hora exponiendo el tema que tenía programado para ese día. Al acabar de exponer, dice adiós y se va. Repite la misma operación un día tras otro. Su alumnado sabe que sacarán mejores calificaciones quienes sepan reproducir con más fidelidad en el examen lo que este hombre dice en el transcurso de las clases.
En esta situación, el profesor impone su forma de entender la historia a su alumnado y logra, a través del poder que le viene dado, silencio en clase. Pero ese silencio, en la mayoría de los casos, no nace de un interés hacia lo que él dice ni por una consideración hacia su persona. Es un silencio que surge del miedo y de la necesidad de aprobar su asignatura.
Para mantener esta situación, este profesor ha de estar alerta, firme, distante, para que la clase no se le vaya de las manos. Ya que, ante su actitud en el aula, no es extraño que algunos alumnos o alumnas sientan rencor, estén en su clase sin estar realmente (por ejemplo, pensando en otras cosas o haciendo la lista de la compra para una fiesta), mientan (por ejemplo, con ‘chuletas’ en un examen o dando explicaciones falsas por haber llegado tarde), o incluso que, en un momento dado, expresen su rebeldía boicoteando la clase o llevándole la contraria sólo por el gusto de hacerlo.
Se trata, por tanto, de una lucha de poder, en la que es difícil que el alumnado se atreva a cuestionar desde sí lo que aprenden, aunque implique sexismo o discriminación. Es más, en algunos y algunas, la rabia les puede llevar a tirar todo lo que le enseña este profesor por la borda, también lo que sí tiene sentido entender y aprender.
- A una profesora de latín le gusta estar con sus estudiantes. Cuando una alumna le sugiere hablar sobre alguna película que ha visto el día anterior o un alumno saca a colación cómo suena alguna canción que se ha bajado de Internet, ella los escucha y los deja hablar. En sus clases, por tanto, en más de una ocasión se ha aparcado el latín para hablar sobre cualquier otro tema. A sabiendas de que esto es posible, su alumnado busca cualquier pretexto para dejar de lado el aprendizaje de dicha lengua.
Esta profesora intenta salirse de la jerarquía que se sustenta en el poder, dando lugar a un igualitarismo en el que ‘todo vale’. Y, cuando todo vale igual, no es fácil reconocer lo más valioso que cada cual pone en juego, discernir lo qué es significativo de lo que no lo es y, por tanto, no es fácil una escucha que propicie el intercambio, la relación y el aprendizaje.
Es posible que su alumnado le tenga cariño, pero parece que no es el afecto ni la consideración lo que les mueve, sino el escaqueo y el intento de que ella les siga el juego. Con lo que, en el fondo, sigue dándose una lucha de poder.
Son muchas las maneras en las que un o una docente puede entrar en relación con su alumnado
Fuente: elpais.com
- En una clase de filosofía, la mayoría del alumnado siente que lo que le enseña su profesora tiene sentido y relación con la vida. En el transcurso de cada clase, hay mucha escucha y diálogo. Las alumnas y los alumnos, desde la curiosidad por los contenidos impartidos, opinan, preguntan, se interrogan. Saben, además, que, cuando alguien tiene alguna cosa importante que compartir relacionada con su vida o con la propia dinámica de las clases, tendrá la oportunidad para hacerlo.
Es la autoridad y no el poder la figura que suele mediar en los intercambios que se generan en el aula de esta profesora. A diferencia del poder, la autoridad no es algo que se posee, sino algo que otras personas nos reconocen en el seno de una relación. La palabra ‘auctoritas’ proviene del verbo ‘augere’ que, entre otras acepciones, significa ‘hacer crecer’. La autoridad no aplasta, la genera quien, con su palabra, su sabiduría y su escucha, favorece el desarrollo de los deseos, pensamientos y palabras de las demás personas.
Piensa, por ejemplo, en una madre que enseña a su hija a hablar, la niña confía en que su madre sabe el nombre de las cosas y que no la va a engañar diciéndole nombres falsos. O sea, la disparidad entre madre e hija, cuando hay reconocimiento y confianza, permite un aprendizaje. Esta práctica no genera jerarquías pero tampoco un igualitarismo que anula las diferencias y la disparidad y, por tanto, la posibilidad de un intercambio real que facilite el aprendizaje.
En una sesión de formación del profesorado2 , una maestra de infantil contó que un día ella perdió los estribos y se enfadó muchísimo con las niñas y los niños. Al darse cuenta de que su enfado había sido desmesurado y que con su actitud les había hecho daño decidió pedirles disculpas y explicarles qué le había pasado y cómo se había sentido. Una niña de cuatro años le dijo que la disculpaba y le dio un beso. Desde entonces, los niños y las niñas le reconocieron más autoridad de la que ya le reconocían.
Como dijo Concepción Jaramillo: “la autoridad para enseñar no me viene dada por ser ponente, ni siquiera por saber mucho sobre tal o cual tema, sino por el hecho de que mis alumnas y alumnos reconozcan que yo tengo algo que aportarles, algo que estoy dispuesta a intercambiar. Y, además, por mi capacidad de reconocer lo que ellos y ellas tienen y no tienen, por darles la palabra y estar interesada en recibir”.3
En palabras de María Zambrano: “Y todo depende de lo que suceda en ese instante que abre la clase cada día. De que en este enfrentarse de maestro y alumnos no se produzca la dimisión de ninguna de las partes. De que el maestro no dimita arrastrado por el vértigo, ese vértigo que acontece cuando se está solo, en un plano más alto, del silencio del aula. Y de que no se defienda tampoco del vértigo abrocalándose en la autoridad establecida. La dimisión arrastrará al maestro a querer situarse en el mismo plano del discípulo, a la falacia de ser uno entre ellos, a protegerse refugiándose en una pseudo camaradería. Y la reacción defensiva le conduce a dar por ya hecho lo que ha de hacerse.”4